Han pasado muchos años, y todavía lo recuerdo.
En mi juventud tuve la oportunidad de estudiar -gracias a una beca- en el Istituto per gli Studi di Politica Internazionale, ubicado en Milán. Encontré en ese bienio 1964-1966, buscando con lupa, alojamiento en la Residencia Universitaria Egidio Trezzi situada en la periferia de la ciudad, donde también tenía desayuno y cena.
Durante la semana, al mediodía, las escasas liras que tenía en el bolsillo me permitían hacer una comida frugal, que solía ser un panino imbottito (bocadillo) acompañado de un bicchiere de Chianti mientras observaba, con la sorpresa propia de un español de la época, la infinita variedad de combinaciones y estilos de café que servían en la barra.
Después, solía dar largos paseos por la ciudad, y así pude contemplar en varias ocasiones, sin largas colas de espera y entrada gratuita gracias a mi carnet de estudiante, il Cenaculo Vinciano (La Última Cena, 1495-1498) de Leonardo da Vinci, pintado en la pared del refectorio del convento dominico de Santa Maria delle Grazie; visitar con detenimiento el vecino Castello Sforzesco; o subir con parsimonia las empinadas escaleras (entonces no había ascensor) que daban acceso a la espectacular terraza del Duomo, desde donde puede contemplarse una amplia vista de la ciudad.
Si el frío o el calor se hacían sentir, me refugiaba en la cercana Pinacoteca di Brera o visitaba La Rinascente (en aquella época un modesto establecimiento). De regreso al aula atravesaba casi siempre la Galleria Vittorio Emanuele II donde, en muchas ocasiones, roté el tacón de mi zapato en el lugar apropiado del mosaico con el toro que representa a la ciudad de Turín, ritual que entonces no era ninguna atracción turística y que solo solían cumplir los milaneses supersticiosos o, como era mi caso, los estudiantes en busca de mejores notas.
Tuve una medio novia que se llamaba Nicoletta, compañera de estudios, a quien en ocasiones invitaba al cine, que era el único lugar donde se podía encontrar una relativa intimidad. A su vez, ella insistía con cierta frecuencia en que fuera a comer los domingos a su casa en la cercana ciudad de Monza donde vivía con sus padres. Me sorprendió que, desde la primera visita, tuve que caminar poniendo mis zapatos encima de unos cuadrados de tela gruesa para deslizarme a través del impoluto suelo de mármol de esa casa, ya que la madre insistía en mantenerlo como el primer día.
Tras mi regreso a España, el distanciamiento y las dificultades para reencontrarnos supuso el final del incipiente noviazgo. Dudo ahora si, en esa decisión, por mi parte tuvo cierta importancia la sospecha de que la hija pudiera haber heredado las manías de limpieza e higiene de su obsesiva progenitora.
Gracias a una generosa invitación para participar en un seminario universitario sobre la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (organismo precursor de la actual Unión Europea) pude conocer Roma, donde permanecí varios días. Uno de mis profesores, Arnaldo Pozzetti, me sugirió que cuando visitara el Colosseo no dejara de acercarme a la cercana Basilica de San Pietro in Vincoli, donde me esperaba una agradable sorpresa.
Tras mi visita al Anfiteatro Flavio me dirigí, como estaba previsto, a la citada Basílica cuyo acceso presenta cierta dificultad (así es Roma, a veces hay que perderse un poco para encontrar lo que buscas). Subiendo a pie por la empedrada Via delle Sete Sale llegué a la pequeña plaza que da acceso a la Basílica que nos ofrece una modesta fachada.
Era una calurosa tarde del ferragosto romano y el templo estaba casi vacío, iluminado por una luz tenue que penetraba por los ventanales. A la derecha del altar mayor, casi en penumbra, me encontré con el mausoleo del Papa Julio II, con la majestuosa escultura de Moisés (1513-1515) en el centro, realizada por Miguel Ángel Buonarroti.
El gran tamaño de la escultura, con su poderosa anatomía especialmente apreciable en los brazos, asombra al visitante. Al principio no podía verla con nitidez, hasta que descubrí un pequeño artilugio que mediante la donación de unas monedas iluminaba adecuadamente el mausoleo. Disfruté así de unos efímeros minutos, ya que mi débil economía estudiantil no me permitía derroches luminotécnicos.
Así que esperé un tiempo, sumido en un fugaz y juvenil síndrome de Stendhal, observando el maravilloso conjunto de esculturas en semipenumbra hasta que otros visitantes me invitaron, sin quererlo, a una nueva iluminación que pude disfrutar por el mismo procedimiento en dos ocasiones más.
Con más detalle pude apreciar entonces la ligereza de la túnica, que cae sobre el cuerpo retorciéndose en pliegues, así como la barba que se enreda en la mano que resguarda las Tablas de la Ley. La mirada reconcentrada que identifica su carácter y la exquisita representación de un movimiento en potencia, impactaron al propio escultor que, según cuenta la leyenda, golpeó su obra con el cincel invitándole a que se levantara y hablara.
A lo largo de los años he podido contemplar diferentes obras de Miguel Ángel, a quien considero como el artista que más aprecio pero, quizás por las circunstancias que rodearon mi primer encuentro con el Moisés y el recuerdo que permanece en mi mente, la considero como mi obra favorita.
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Me ha gustado muchísimo, me he trasladado a ese momento y me has hecho vivir tu experiencia ...eso es saber escribir.
ResponderEliminarMaría Jesús
Cuando lees algo y te parece tan sencillo, cristalino ,tan claro y tan transparente , te das cuenta de lo dificil que es escribir y del trabajo que cuestan hacerlo tan bien.Corrección y elegancia podrían definir este texto.Espero el siguiente a salvo de releer este mañana .
ResponderEliminarGracias, Alberto, por compartir tus recuerdos de juventud. Las esculturas de Miguel Ángel, ese gigante del Renacimiento, siempre me han llenado de admiración. Te parecerá raro, pero del Miguel Ángel escultor yo me quedo con las cuatro imponentes estatuas llamadas los "Prisioneros" o "Esclavos". Esas cuatro figuras masculinas inacabadas y esbozadas en bloques de mármol que están en el pasillo que lleva al famoso David, de la Galería de la Academia, en Florencia.
ResponderEliminarHe disfrutado mucho tus experiencias de estudiante en Milan, con la detallada historia artistica. Pero lo que me ha hecho reir es el comentario sobre tu casi-novia y su mama.
ResponderEliminarLos recuerdos de juventud se quedan en nuestra memoria de una manera clara y nítida como demuestras en este texto tan dinámico y jovial. Gracias por ello Alberto.
ResponderEliminarMagnífico y evocador recuerdo de juventud, querido Alberto.
ResponderEliminarRoma, siempre Roma permanece en el recuerdo de quienes hemos tenido el privilegio de contemplarla.
Ciudad eterna, prodigiosa, donde se puede sentir la Historia en movimiento.
Un abrazo.
Luis Calvo.
Mañana de un sábado de octubre. No tenía planes concretos y sin saber cómo he paseado por las calles de Milán y Roma, he comido paninis y he tocado la fría y a la vez cálida escultura de Moisés. Mi amigo Alberto me ha llevado de la mano casi sin darme cuenta. Gracias Alberto por convertir tus recuerdos en vida compartida.
ResponderEliminarViví un año, trabajando en el Teatro de la Ópera de Roma, cerca de San Pietro in Vincoli, que así se llama porque alberga las cadenas con las que ataron a San Pedro. Sí, en esa Basílica está el Moisés de Miguel Ángel, obra que por su maestría y belleza se convierte en eterna. Alberto, todo ese arte del Renacimiento no solo fue un renacimiento entonces, igualmente renace cada vez que lo contemplamos o recordamos.
ResponderEliminarRicardo Cué.
Gracias Alberto por endinsarme por las calles de Milán y Roma. Muy interesante relato en el que he podido conocer hechos distintivos de esas dos ciudades. Me han parecido fascinantes gracias a tus elocuaces vivencias. Repito, gracias por conpartirlo. Un abrazo.
ResponderEliminarBueno Alberto, dispuesta a empezar mis quehaceres diarios, he empezado a leerte y me quedo con el teléfono en la mano. Has tenido una idea magnífica. Parece como que nos lo estuvieses contando en directo. Dichosa pandemia. Cuando está acabé hablaremos largo y tendido de las memorias tan bonitas que guardamos como un verdadero tesoro.
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