Notas al margen - Alberto Sala Mestres
15 de abril de 2024
La
calle es por antonomasia el lugar de encuentro de todas las clases
sociales de una ciudad, y la imagen de la florista callejera en el
Madrid del siglo XIX que nos han trasladado zarzuelas, obras de
teatro y novelas consiste en bellas mujeres, respetadas y capaces de
alegrar la vida de la calle con su presencia, lo que dista mucho de
la realidad que era muy diferente. Dos míticas canciones, la habanera La
Violetera (1918) de José Padilla (1889-1960) y el pasacalle de Los
Nardos
-conocido también como Por
la calle de Alcalá-
de Francisco Alonso (1887-1948), nos trasladaron una imagen idílica
de esos personajes de la vida madrileña.
En
el Madrid del siglo XIX el
negocio de la floristería y el arte floral no tenía el volumen ni
tampoco la calidad del de París, que en aquella época contaba con
los maestros floristas, jardineros y cultivadores más afamados del
mundo. En esa época, el
negocio floral en la capital se limitaba a vendedoras ambulantes que se paseaban, cesto en mano, vendiendo nardos, claveles o
violetas. Eran las llamadas floristas o ramilleteras, que ofrecían su mercancía a damas y caballeros en algunas de las
calles y zonas más importantes.
La
estrategia que empleaban las floristas para vender no era de lo más
fiable. Consistía en estar al acecho de los paseantes del sexo
masculino y, cuando se aproximaban junto a una mujer, las ramilleteras
lanzaban su ataque, flor en mano, ofreciéndosela al caballero para
que se comportase como el galán que se le suponía y aceptara
regalársela a su acompañante femenina.
Algunas
ramilleteras se conformaban con la voluntad, que si no satisfacía a
la vendedora traería consecuencias verbales, pudiendo terminar en un
rifirrafe en el que normalmente salía perdiendo el abochornado
comprador. Otras ofrecían un precio fijo, que podía dejar en
evidencia al comprador si no llevaba dinero suficiente, haciendo
patente su precaria situación.
Además
de su desafiante mecanismo de venta, la calidad de la mercancía que ofrecían estas floristas callejeras no compensaba su precio. Solían ofrecer ramilletes de hierbabuena o mejorana, algo considerado
poco acorde con los gustos de las damas que, supuestamente, preferían
olores más gratos que los silvestres. Las que ofrecían ramos preparados tampoco se quedaban atrás en las críticas, ya que el tipo de
flores, la composición y la calidad empleadas en la confección
estaban siempre en entredicho. Compuestos por nardos, claveles, violetas y lilas, estos ramilletes solían perder sus pétalos al
encontrarse amontonados en la cesta que la florista portaba.
Por
todas estas razones, la prensa de la época criticaba sus modales y
tachaban a estas trabajadoras de taimadas y faltas de escrúpulos,
hasta el punto de llegar a asociar al colectivo de ramilleteras con
la alcahuetería y la prostitución,
de ellas mismas o de terceras, así como de mensajeras empleadas por
los hombres para hacer llegar a sus amantes notas, con o sin flores. En la calle Sevilla solían reunirse en sus horas de descanso. Allí
estaba el centro de reunión de diversos oficios relacionados con la
farándula, cómicos, toreros de salón, etc. y en ese enclave las
ramilleteras eran buscadas para ejercer de algo más que de
vendedoras de flores.
Tampoco
eran infrecuentes las peleas callejeras en las que solían verse envueltas, algo consustancial a todos los
oficios que se desarrollaban en la vía pública, de manera que las
quejas a las autoridades por parte de los vecinos de Madrid, que
veían alteradas la paz y la armonía de sus calles por culpa de
estas mujeres eran habituales. El Ayuntamiento de Madrid les llegó a prohibir el acceso a ciertas calles y áreas de la
capital, como el Paseo del Prado, y quedó prohibida su labor de venta dentro de los teatros, para gran
alivio de muchos asistentes. Se llegaron a realizar redadas
policiales periódicas en la Puerta del Sol para la detención de aquellas floristas y vendedoras de periódicos
que no ejercieran su labor con profesionalidad.
En 1916, desde el Ayuntamiento de Madrid se tomó la decisión de uniformar a las vendedoras ambulantes que tuvieran permiso para ejercer su labor. La vestimenta obligatoria
consistía en blusa y falda negra con delantal blanco de puntillas. No se sabe muy bien si la finalidad de esta obligatoriedad fue la de
establecer una especie de censo o bien poder diferenciar entre las
vendedoras en sí y las que, además, ejercían la prostitución. La
realidad para las floristas legítimas era muy diferente ya que para
ganarse el sustento diario tenían que hacer horas y horas de
callejeo vendiendo a bajo precio el ramito de rosas o lilas, estas
últimas muy apreciadas en la época, y que las violeteras debían
recoger ellas mismas en la Casa de Campo.
En 1991 se inauguró en Madrid en la calle Alcalá esquina a Sevilla un monumento a La Violetera (véase imagen supra), obra del escultor Santiago de Santiago, que se trasladó en julio
2022 a Las Vistillas, reubicándose en los jardines de la Plaza de
Gabriel Miró.
Siempre aprendemos algo nuevo en tus blogs. ¡Gracias Alberto!
ResponderEliminarBuenos días Alberto:
EliminarDoctisimo. nítido y gentil, como siempre delicioso.
Un abrazo
Alfonso Iñigo
Muy interesante Alberto, demuestra una vez más que la realidad la adornamos, la idealizamos, quizá para no reconocer la pobreza que en esos días campaba por nuestras calles. Las mujeres, como podían, aportaban a casa unos reales que eran, a menudo, los únicos ingresos.
ResponderEliminarDe nuevo, nos escribes sobre un tema que desconocía en gran parte. Me había quedado con la imagen de Sarita en "La Violetera", esta narración refleja la realidad del momento. Muchas gracias Alberto. María Jesús
ResponderEliminarAlberto qué bien dominas las floristas madrileñas. Yo también recuerdo a Sara Montiel cantando La Violetera y a Celia Gámez - a la vi una noche en un bar de madrugada antes de volver a Buenos Aires, donde moriría poco tiempo después- cantando Los Nardos en una película que protagonizó Rocío Dúrcal. La escultura que citas en Las Vistillas la veo muy a menudo pues voy allí con mis perritos, Milagros, Felipe y Neri.
ResponderEliminarJuan Antonio París
Querido Alberto, nunca defraudas, todo te interesa y nada te es ajeno. Eso hace que tú y tu blog seáis tan interesantes. Un abrazo
ResponderEliminarDe nuevo otro tema tratado de forma amena y a la vez mostrando la realidad q las películas de la época habían idealizado en parte. Una vida dura, sin duda la de aquellas mujeres q tenían que sobrevivir como podían. Gracias Alberto por ilustrarnos sobre ello. Un gran apapucho.
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