Al comenzar este artículo me viene a la mente lo que dejó escrito Miguel Delibes en 1950 al inicio de su novela El camino: "las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así...".
En la última etapa de mis estudios en Milán, tuve ocasión de participar en un Fórum Universitario convocado en la localidad de Santa Caterina de Valfurva, en la provincia de Sondrio situada al norte de Italia. Entre los asistentes se encontraba Héctor Cuadra, que trabajaba en esa época como asesor de la Comisión Internacional de Juristas, prestigiosa organización no gubernamental que tiene su sede en Ginebra.
El ambiente cordial del citado encuentro universitario suscitó que Héctor me hablara de las posibilidades de que pudiera encontrar un trabajo adecuado en las organizaciones internacionales que se ubicaban en Ginebra, en particular la sede de la Oficina Europea de las Naciones Unidas (UNOG), ofreciéndome su generosa ayuda y alojamiento mientras realizaba mis gestiones para acceder a un puesto de trabajo. Con cierta inquietud visité, en junio de 1966, la División de Personal de las Naciones Unidas, donde tras un examen y cumplir una serie de requisitos, obtuve un contrato temporal que, tras sucesivas ampliaciones y un período de stage, se convirtió en un nombramiento permanente que vencía a la edad de mi jubilación.
En el período 1960-1980 la ONU se encontraba en plena expansión, con la creación de diferentes departamentos y agencias especializadas. Las reuniones internacionales se multiplicaban en diferentes países, lo que requería el apoyo documental de un variado grupo de funcionarios de los que formaba parte. Así tuve ocasión, casi desde los inicios de mi incorporación, de enlazar distintos destinos en períodos diferentes, entre los que se encontraban por orden de fechas Argel, Nueva Delhi, Santiago de Chile, Nueva York, Nairobi, Dubrovnik y Atenas. En Viena estuve destinado cuatro veces, y en Manila dos.
La Oficina de las Naciones Unidas en Ginebra se ubica en el Palais des Nations (véase foto supra), construido entre los años 1929-1938 para albergar a su predecesora, la Sociedad de las Naciones (1919-1946). Consiste en un grandioso complejo de edificios contiguos que dispone de 34 salas de conferencias de diverso tamaño, incluida la Salle des Assemblées (Sala de Asambleas) actualizada en 1996, con una capacidad de 1.939 personas. Distribuidas en los diferentes edificios se encuentran alrededor de 2.800 oficinas, y durante años ocupé una de ellas en el último bloque, construido en 1973, que tenía la particularidad de disponer de una amplia ventana desde donde se vislumbraba el cercano Lac Léman (Lago Lemán), el de mayor dimensión de Europa occidental, que desemboca en el río Ródano.
Vista desde el aire, el perímetro de la ciudad de Ginebra se asemeja a la letra U, en cuyas puntas se situarían las fronteras con las poblaciones francesas de Ferney-Voltaire y Saint-Genis-Pouilly (Ain) a un lado y Annemasse (Haute-Savoie) al otro. Teniendo en cuenta la cercanía a mi lugar de trabajo en Ginebra, residí en mis primeros años en Ferney para trasladarme después a Saint-Genis, desde donde podía realizar con un habitual tráfico escaso el trayecto en coche hasta el Palais des Nations en apenas veinte minutos, ya que ambas fronteras se situaban en la misma calle que compartían Francia y Suiza con unos controles aduaneros mínimos. Dada la proximidad de mi vivienda, se puede decir que durante veintiún años residí también en Ginebra donde desarrollé mi labor como funcionario internacional español al servicio de las Naciones Unidas.
Para vivir y trabajar en Suiza creo que es necesario poseer al menos dos cualidades: el amor a la naturaleza y una estabilidad emocional. En un país con un territorio que abarca poco más de 41.000 kilómetros cuadrados, existen 20 espacios donde la naturaleza está protegida, y la composición de sus ciudades diseñadas siempre con amplios jardines muestra la importancia que los suizos dan a salir a disfrutar de la vida rodeados de verdor y aire puro.
Ginebra es la ciudad helvética más cosmopolita, donde actualmente el 37% de la población es extranjera; otro 27% tiene doble nacionalidad y el resto, 36%, solo tiene el pasaporte suizo. Su vida cultural y social siempre ha sido limitada y nada tiene que ver con lo que ocurre en las grandes ciudades españolas, lo que en ocasiones hace mella en los matrimonios y las relaciones de pareja, e incluso puede inducir a los solteros a una relativa soledad.
Conservo gratos recuerdos de esa importante etapa de mi vida en Ginebra. El casco antiguo de la ciudad, denominado Vielle-Ville, lo componen serpenteadas calles empedradas que ascienden hacia la Cathédrale Saint-Pierre con su aspecto gótico original que, con la reforma protestante pasó a los calvinistas y, aunque conserva la denominación de Catedral, la última celebración religiosa católica tuvo lugar allí en 1535. La cercana Place du Bourg-de-Four es un lugar de encuentro habitual en los cafés y pastelerías de su entorno; el Gran Théâtre, junto al Musée Rath y la Universidad se encuentran a escasa distancia.
El emblema de la ciudad es el Jet d'eau (chorro de agua) que puede alcanzar los 140 metros de altura. Su origen se sitúa en el año 1886, cuando una empresa que bombeaba agua a presión para el funcionamiento de las máquinas artesanales de determinadas empresas de la ciudad, tuvo la idea de instalar una válvula en una tubería para controlar la reducción de la presión cuando, al concluir la habitual jornada laboral, la demanda requerida disminuía. El chorro alcanzaba entonces una altura de 30 metros, y teniendo en cuenta su originalidad, las autoridades de la ciudad intuyeron que podía ser una atracción para los visitantes y desplazaron, en 1891, su ubicación hasta la margen izquierda del Lago Lemán donde se encuentra desde entonces. El Jet d'eau puede verse durante el día todo el año, excepto en casos de heladas o vientos fuertes.
Durante mi estancia en Ginebra participé activamente en el Palais des Nations en dos iniciativas comunitarias. En 1974, con Sergio Chaves y Ángeles García Molina en compañía de un entusiasta grupo de españoles e hispanoamericanos que trabajaban en diferentes organismos internacionales, se fundó el Club del Libro en Español de las Naciones Unidas que abarca, además de la Biblioteca, actividades culturales entre las que figuran sesiones de cine en español en la sala de proyecciones ubicada en el mismo Palais, así como la programación puntual de conferencias y exposiciones de pintura y obra gráfica en diferentes espacios de los edificios, actividades que han perdurado. Colaboré también, en 1976, con Elena Tejero y Juan Mateu junto a un grupo numeroso formado por funcionarios de diferentes países en la fundación de la Union Syndicale, primer sindicato independiente de los funcionarios de la ONU.
Una década después, en 1987, por razones personales, renuncié a mi puesto permanente de funcionario de las Naciones Unidas tras veintiún años de servicio en Ginebra, y me trasladé a Madrid, pero esa es otra historia que narraré brevemente en un próximo artículo de este blog.
He estado en Ginebra en varias ocasiones después de mi retiro, y en uno de esos viajes visité el Palais des Nations como un turista más. En su recorrido, mientras caminaba junto a la guía por los pasillos de los edificios escuchando su detallada descripción de las diferentes salas de conferencias y la emblemática Sala de Asambleas, observaba los espacios vividos y recordaba anécdotas, rostros de amigos y amigas, acontecimientos pasados y vivencias, como si en realidad esa visita incluyera también el pequeño museo de mi propia vida. Entre las habituales preguntas de los visitantes, quise saber si todavía existía el Club del Libro en Español de las Naciones Unidas, con una respuesta afirmativa de la guía acompañada de una mirada sorpresiva que me provocó una leve sonrisa.
En un momento de esa visita al Palais des Nations, a través de un ventanal de la Salle des Pas Perdus, pude volver a ver el Lac Léman en un ángulo parecido al que recordaba desde mi despacho años atrás y, por unos instantes, tuve la sensación de volver a ser el que fui. Una experiencia íntima que invito a realizar en alguna ocasión a mis lectores en circunstancias similares.
Los buenos recuerdos nos permiten volver a vivir y disfrutar lo que ya hemos vivido; ahora desde la atalaya de la madurez.
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Qué lindo haber participado en ese proyecto que fue y es la ONU, con sus sombras y sus claros es una organización que siempre ha tratado de aunar lo mejor de todos. Me entusiasma que haya formado parte de tu vida e incluso reconozco un poquillo de invidieja sana.Eran años difíciles aún en España y ahora reconozco en tu pasado al Alberto "ciudadano del mundo" que hemos tenido la suerte de compartir en clase.
ResponderEliminarComo siempre me ha encantado tu relato Alberto. Además lo que describias me era familiar, en noviembre del año pasado estuve en el Palais des Nations, no era mi primera reunión allí, pero si mi último viaje de trabajo. Guardo un grato recuerdo de Ginebra y del Palais. Gracias por compartir estas vivencias. María Jesús
ResponderEliminarMuchas gracias por compartir tus vivencias. Te aseguro que he podido ver ese precioso ventanal a través de tu relato y admirar tu labor en las Naciones Unidas. Qué maravilla!!!!! Felicidades!!!!!
ResponderEliminarClaro, sencillo y cosmopolita .Todavia hay relatos que da gusto leer Confio enque sigan otros.
ResponderEliminarUn abrazo
Alfonso i
Me ha sorprendido ese azaroso encuentro con Héctor Cuadra y me ha hecho pensar no sólo en los caprichos con que nos obsequia la vida, sinó también lo diferentes que son ahora las relaciones interpersonales. Echo en falta cierto humanismo y solidaridad, entender que somos un engranaje dónde lo individual y lo colectivo van de la mano. Con sólo leerte, me apetece disfrutar de los jardines helvéticos y conocer también no sólo más detalles sobre Ginebra, sinó también sobre otros destinos tan dispares como Dubrovnik o Nairobi. Espero que nos obsequies con ellos en una próxima entrega.
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